martes, 19 de marzo de 2013

CARTA DE SURA


La costumbre suele ser el refugio de la comodidad y un seguro contra los sobresaltos. Como todas las mañanas, tras volver de mis quehaceres, abrí el buzón con la ilusión infantil de siempre, esperando algo más que un folleto del Carrefour; tal vez una postal o la carta de un antiguo amor.
De su interior saqué un díptico de una clínica dental, el menú del chino del barrio, una carta del banco y otra sin remitente. Como cualquier hijo de vecino empecé por la más prometedora: la que venía sin remite.

Apreciado Cran.

   Una vez más me dirijo a usted para contarle una de esas historias que nos entretuvieron tanto en nuestro encuentro en el tren. La que le traigo hoy es muy reciente, tanto, que cuando reciba ésta, aún se estará pergeñando o a punto de llevarse a cabo. Esta cosa de las redes sociales siempre me ha parecido asunto de niños, juguetes. Los de mi edad nos hacíamos hombres al poco de empezar el bachiller; pero desde los años noventa en adelante, hasta los jubilados serios se vuelven pueriles en sus pisos del barrio de Salamanca.
No hace mucho, unos pocos meses, un amigo me contó lo que otro amigo le transmitió a él y que resultó ser un asunto de venganza entre autores de blog, tuiteros y otras carnes variadas. El amigo de mi amigo, agente de seguros por más señas, acudió a la casa de un jubilado en la calle Claudio Coello a renovar la póliza de los muertos o seguro de decesos, y de paso intentar venderle algo más que le rindiera una pingüe comisión. El ahora venerable anciano tenía la casa llena de recuerdos de la Guerra Civil, bien expuestos y a la vista del visitante en una vitrina en el hall de la casa. Consistían tales recuerdos en condecoraciones varias del bando franquista y otros objetos varios de soldados republicanos que un antepasado había recolectado después de alguna batalla u otra escabechina de mayor o menor importancia. Había cucharas, un revólver ruso modelo Nagant, y hasta una calavera con todos sus dientes, incluido uno de oro, y una cicatriz en el arco cigomático del ojo izquierdo. Renovaron el seguro de decesos y charlaron sobre aquella masacre de ricos, religiosos y pobres. La historia de la calavera quedó difusa, sin embargo, tanto el jubilado de los trofeos como el amigo de mi amigo se reconocieron aficionados a las redes sociales, y el primero no dudó en ofrecer su casa para lo que gustara, dada la común afición y las buenas migas que hicieron. Quiso la casualidad, tan amiga de lo improbable, que el agente de seguros le contará la anécdota a su tía abuela, viuda y hermana de su abuelo materno y que ésta reconociera en el "ser o no ser", la cuestión de la desaparición de su hermano en los albores del Golpe de Estado de 1936. 
Y aquí lo tengo que dejar, sr. Cran, las obligaciones me llaman, le contaré el desenlace en una próxima misiva.