lunes, 11 de marzo de 2013

RASKOLNIKOV NO ES PELIGROSO

El tren salió a las 22'35 de la estación de Atocha con destino a la ciudad de Cáceres. Era la noche de inicio que da comienzo a los días festivos de la Semana Santa. El tren correo no cejó en su intento de llegar a su destino a pesar de las numerosas paradas que efectuó en el trayecto. Viajaba en un compartimento de primera, cómodamente sentado en uno de aquellos asientos de tela aterciopelada en un tono verde grisáceo,  con orejeras y apoyabrazos, junto a la ventana y de espaladas al avance del tren. Las seis plazas se completaban con dos chicas extranjeras, a su lado un empleado de los ferrocarriles sentado frente a mi; un señor con bigotito franquista a mi  izquierda, y un asiento vacío que quedó ocupado en la primera parada por un joven de aspecto aniñado que se bajó en la penúltima antes de llegar a Cáceres. Las chicas, creo recordar que francesas, no paraban de hablar entre ellas, el señor del bigote dormitaba y a veces resoplaba imitando el sonido de una cafetera, lo que provocaba la hilaridad contenida de las francesas; el joven que subió no abrió la boca en todo el trayecto, lo pasó dormido. Así que a parte de leer Crimen y castigo, trabé conversación con el ferroviario que resultó que hacía un curso de maquinista. Era un hombre en la veintena, de pelo castaño, agradable de rostro y modales, educado, con una conversación entretenida. Se dirigió a mi entre la primera y segunda paradas, cuando llevábamos algo más de una hora de viaje. 
-¿Le apetece un cigarrillo?- Me inquirió a la vez que me ofrecía la cajetilla de Malrboro abierta. Levanté la vista del libro para mirar su cara y el gesto.
-Si, gracias, me apetece.- Le respondí a la vez que cogía uno cigarro del paquete. Miré a las chicas y les mostré el tabaco, dando a entender si les importaba, encontrando que asentían y empezaban a rebuscar en sus bolsos para hacer ellas lo mismo, parece que se habían cohibido hasta ese momento.
-Extraordinario personaje ese Raskolnikov; leí la novela hace tiempo y me pregunté si Dostoiesvki llegaría a conocer a alguien así en su vida, o si lo sacó todo de su imaginación y conocimientos del ser humano-. Mientras todos encendíamos nuestros cigarrillos medité la respuesta que debía dar. No sé porque pensé que esperaba algo concreto, que no se conformaría con un convencionalismo.
-Si que lo es..., creo que Fiodor - me pareció que tutear al maestro me daba un aire de autoridad -, tuvo que conocer a alguien muy parecido a Raskolnikov. Recuerdo haber leído algo sobre que se inspiró en un hecho real, aunque puede que esa referencia sea apócrifa. Lo que esta claro es que el autor era un gran conocedor de la psique humana, de sus debilidades, y que él mismo tuvo una dilatada experiencia de las alegrías y sinsabores de la vida. ¿Usted comparte el retrato humano y psicológico que hace el escritor del personaje, qué piensa de él?
-Creo que es muy acertado y preciso, aunque no comparto las disquisiciones morales y éticas de Rodion - ahora era él quien tuteaba al personaje, y por lo tanto al autor -. Me parece que un asesino de su inteligencia no se atormenta de ese modo; ha hecho un servicio a la comunidad y no debería sentir esa culpa interior. Imagino que era lo que se llevaba en aquella época-. Dio una chupada al cigarrillo y miró satisfecho, a través de los reflejos de la ventana, el paso veloz de la oscuridad.
-Pero entonces nos hubiéramos perdido una de las obras maestras de la literatura-. Le respondí.
-Si - me contestó -, pero a mi me interesa de la novela el crimen, no el castigo. Es mejor, más..., divertido, que los que se atormenten sean los que intentan esclarecerlo. Un depredador no siente culpa.
-Parece que sabe de lo que habla, ¿le apetecería ir al vagón restaurante y tomar un café? Así estiramos un poco la piernas-. Aceptó encantado. 
Nos sentamos en sendas banquetas junto a la ventana y pedimos dos cafés. Sin lugar a dudas ha sido la conversación más extraordinaria que he tenido en mi vida. En tercera persona y sin el menor atisbo de duda o recelo, el aprendiz de maquinista me relató como un muchacho amigo suyo, había matado a otro arrojándolo a las vías del tren. También me dijo que tenía muchas historias de esas y que si quería, me las podía contar todas, solo tenía que facilitarle una dirección y él me las haría llegar por carta de cuando en cuando. Han pasado treinta años del encuentro y aún hoy, en el momento de escribir estas líneas, me siguen llegando esos relatos atroces, uno por mes.
-¿Cómo se llama usted?
-Me llamo Sura.