jueves, 14 de marzo de 2013

TORRE DE LAS CIGÜEÑAS

Me gustan las ciudades de piedra. La solidez de las casas, los blasones. Los arcos de las ventanas y los secretos que guardan tras los muros. 
Eran poco más de las siete cuando el tren llegó a la estación de Cáceres. Caminaba en dirección a la plaza Mayor y el gentío iba en aumento según me aproximaba; el pasar por delante de una churrería en la que servían chocolate caliente me abrió el apetito. Entré y desayuné entre el alborozo de las personas que venían de la procesión del Nazareno. Los churros recién hechos y la taza de chocolate humeante, junto con la humanidad que rebullía en el interior del local, me hicieron sentir más gregario que nunca, con un extraño sentimiento de pertenencia a un cuerpo similar al de un pulpo formado por cientos de brazos, todos independientes pero capaces de obedecer al unisono ante un impulso nervioso. Alejé esos pensamientos y pedí la cuenta.
-Le han invitado, señor.
-Quién.
-El joven que sale por la puerta.- Me dijo el dependiente señalando, con un gesto de la cabeza, hacía la salida que estaba a mis espaldas. Miré en la dirección indicada, pero solo pude ver la espalda del buen samaritano. Era Sura. Lo había olvidado completamente. Tras la conversación en el vagón restaurante no le había vuelto a ver, salvo cuando llegamos a la estación, entró en el compartimento para coger la bolsa de viaje del portaequipajes, me dio la mano y se despidió.
Al salir a la calle me topé con una mañana fría y húmeda que había olvidado. Aún se me antojo más fría cuando recordé la imagen de Sura saliendo por la puerta. Había estado en la misma habitación que él y no lo había visto, no caí en su presencia. Si alguien hubiera puesto a todos los clientes de la churrería en una rueda de reconocimiento, junto con un número igual de otras personas, y me hubiera pedido que distinguiera entre unos y otros, lo podría haber hecho, pero me di cuenta de que Sura, un tío con el que estuve hablando y viendo más de tres horas, habría pasado desapercibido. Un escalofrío recorrió mi espalda y una enorme soledad me invadió al percatarme de lo desvalidos que podemos estar ante la maldad. Una maldad sin razón de ser, arbitraria, al albur de un depredador que acecha por placer; para demostrar que la impunidad existe.
Todas la torres de Cáceres menos una (la de los Ovando), están desmochadas. Lo mandó la reina Isabel de Castilla, como castigo hacía los nobles que apoyaron a la otra pretendiente al trono: Juana de Trastámara, también conocida como la Beltraneja. ¿Soy el Ovando de Sura? Éso me hace sentir agradecido y un traidor.

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